lunes, 13 de agosto de 2012

Primera carta abierta en respuesta a Graciela Soler, Javier Moro, María Ana Monzani, Mario Zerbino y Adriana Jou

Cuando de espacios se trata, una trayectoria es la huella que un recorrido traza entre dos puntos del mapa. Cuando se trata de tiempos, el intervalo diacrónico que se abre entre dos casilleros del calendario. Las trayectorias nos hablan de un tránsito ininterrumpido, continuo, vacío. Son reductibles a una cifra, mensurables, comparables. ¿Cuánta distancia recorriste? ¿Cuánta antigüedad tenés?

Los veteranos suelen recurrir a la trayectoria cuando, seniles, olvidan la multiplicidad de experiencias vividas. Las experiencias son extrañas a las trayectorias. Mientras éstas son imágenes fijas, las experiencias son inquietas. Tienen vida propia. Sus formas son irreversibles, irreemplazables, incomparables. Algunas duran apenas un instante. A otras, la duración les resulta insignificante.

En otras ocasiones, los veteranos recurren a la trayectoria cuando ven puesto en riesgo su mando aristocrático. Resabio moderno de la gerontocracia, la antigüedad es una forma de gobierno de la tradición que, como tal, le tiene vértigo al movimiento. Para los veteranos, temblor y terror tienen, nuevamente, un mismo tenor.

A veces, la palabra muerta de las leyes resulta más sabia que la viva –aunque agonizante
de los veteranos. Las leyes de infancia nos hablan del niño como sujeto de derechos basado, entre otras cosas, en su derecho a ser escuchados. Su derecho no es a la palabra, simplemente porque la palabra no es un derecho que se adquiera. La palabra no se pide. La palabra no se otorga. La palabra se toma. Y sin dar nada a cambio más que la palabra propia.

Muchas veces se nos ha preguntado a los trabajadores de la Subsecretaría de Infancia de Quilmes cuál es el rol del adulto en la vida un niño. Tal vez, quienes nos hayan formulado la pregunta ya tengan de antemano la respuesta. En dicho caso, lo que quizás hayan buscado, en un digno ejercicio de sacerdocio, no es tanto una respuesta como un índice de evaluación. El derecho de los niños a ser escuchados nos obliga a los adultos a disponernos a la escucha. A prestar atención. A ser todo oídos. Tal es una de las principales tareas que los trabajadores de la Subsecretaría realizamos día a día en nuestro laburo. Escuchar y, antes que ello, tramar un vínculo que permita la escucha, un vínculo en que la escucha confíe.

Introducir un discurso haciendo mención a la trayectoria de quien habla, dando cuenta de su antigüedad, de los años dedicados a tal o cual materia, puede ser leído como un último recurso –bastante pobre, por cierto
para fundamentar aquello que se procura luego decir. Cuando lo que se va a argumentar a continuación es la condición de los niños como sujetos de derecho, más que fundamentar de modo estéril, la introducción produce una desestimación de todo el discurso posterior. A no ser que se considere que los niños tienen derecho a ser escuchados para que luego su palabra sea e-valuada según la antigüedad de quien habla.

A los trabajadores despedidos de la Subsecretaría de Infancia se nos dijo somos unos chiquilines. La utilización del calificativo de infante de manera peyorativa compone un agenciamiento común con el recurso a la trayectoria como fundamento argumentativo. Porque somos chiquilines no se nos escucha. O se nos escucha evaluando nuestra palabra como la palabra de un chiquilín: una palabra chiquita, una palabra pobre.

El informe presentado por las abogadas del municipio en el Ministerio de Trabajo dice que los trabajadores de la Subsecretaría de Infancia, al igual que el resto de los mensualizados, nos encontramos en un régimen de excepción, no poseyendo estabilidad en nuestro empleo. Pero no es sólo el derecho a la estabilidad aquel del que se nos exceptúa. También del derecho a la escucha. Los trabajadores de la Subsecretaría de Infancia fuimos despedidos por hablar. Por tomar la palabra. Por negarnos a exponer nuestro malestar. Por no querer escucharlo.

La distinción entre cuerpo y sujeto ha sido largamente estudiada por la filosofía política. Tal distinción permitió, entrado el siglo XX, la puesta en funcionamiento de máquinas fascistas de despersonalización. Hoy día asistimos a la continuación de tal distinción en la proliferación de una cada vez mayor variedad de modos jurídicos de subjetivación: derechos de los niños, derechos de las mujeres, derechos de los trabajadores, derechos de los consumidores, derechos de los migrantes, derechos de los pueblos originarios… y sigue el listado. Tomando prestada la retórica latinoamericanista tan de moda por nuestros días, proponemos llamar a este fenómeno la tupacamarización del sujeto de derechos. Esta tupacamarización del sujeto permite que se vulneren los derechos de algunos creyendo, con ello, no desproteger los derechos de todos los demás. Aún más, bien se pueden exceptuar los derechos de los trabajadores de organismos de derechos creyendo ello no produce, de manera concomitante, una vulneración de los derechos de aquellos con quienes dichos trabajadores día a día trabajan.

Uno de los roles de los adultos en la vida de un niño es prestarse a la escucha. La escucha atenta se encuentra en la base de una ética del reconocimiento del otro en cuanto sujeto. Pero también lo es la devolución sincera de una palabra verdadera. A los niños hay que decirles la verdad. Buscar los modos de hacerlo es tarea de quienes trabajamos día a día con ellos. Pero siempre la verdad, sin mentiras ni eufemismos ni enmascaramientos. Los trabajadores despedidos de la Subsecretaría de Infancia nos preguntamos: ¿qué les dirán a los niños con quienes veníamos trabajando desde hace meses –y, en algunos casos, años
cuando sean otras las personas con quienes tengan que sentarse a hablar? ¿Que fuimos cesanteados por razones de servicio? ¿Que fuimos trasladados por razones de reestructuración? ¿Que se nos otorgaron cartas de recomendación para mejores trabajos? ¿Que se ha descubierto que aquellos que se prestaron a escucharlos durante tanto tiempo eran malos profesionales? ¿Que existen informes secretos que cuestionan nuestra labor, que ellos, los niños, no pueden ver pero que, dentro de treinta años, cuando ya sean grandes, podrán exigir su desclasificación? ¿Que ya deberían estar acostumbrados a la alta rotación de personal? ¿Que éramos como las piezas intercambiables de un Rasty y que lo mismo da que hablen con nosotros como con cualquier otro? ¿Que cierren los ojos, olviden a quiénes tienen en frente y digan lo que tienen que decir? ¿Que tengan paciencia y esperen a que los trabajadores reemplazantes generen con ellos el vínculo que después de muchos encuentros tramaron con quienes fueron despedidos? ¿O les dirán que fuimos despedidos porque no se nos quiso escuchar? ¿Les dirán que aprovechen la oportunidad que tienen ahora de ser escuchados porque, en cuanto sean grandes y trabajadores, serán exceptuados de sus derechos?

Alguna vez, alguien dijo que, mientras exista sobre la Tierra una sola persona privada de su libertad, el mundo entero será una gran cárcel. Hoy, los trabajadores de la Subsecretaría de Infancia decimos que, mientras exista en Quilmes una sola persona privada de escucha, el municipio entero estará completamente sordo. Y toda política de derechos será una pantomima.

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